«Los ricos también lloramos»
La historia del arte está llena de destinos trágicos: artistas que son ignorados, menospreciados, humillados y silenciados para, al final, ser reconocidos, reivindicados y emplazados en el centro de un sistema cultural constituido. La tragedia ha alimentado los bolsillos de herederos e instituciones de índoles diversas, y de quienes han aprendido bajo el peso de la idiosincrasia nacional que perder es ganar un poco.
Las vidas de algunos artistas son un despliegue de heroísmo digno de una tragedia griega, y sobre ellas se ha tejido un mito permanentemente abusado: el de plantear ecuaciones simples en las que el dolor se ha de transformar en redención, fama y utilidades. Como si la capacidad de padecimiento diera testimonio de una vida espiritual rica que aflora e impregna las obras. Es la lógica cristiana de la resurrección y la transubstanciación la que pone sobre la mesa el cuerpo y la sangre de Cristo que nos han de redimir.
De Van Gogh a Marvin Gaye, o de Artaud a Erik Satie, la multiplicación de la tristeza nos ha señalado un camino encantador: aspiramos a vivir como Kerouac y a morir como Kurt Cobain. Buscamos el fracaso como único camino hacia una existencia exitosa. Porque declararse perdido, al cabo del tiempo, ha resultado chic y sofisticado, y es sobre esa sofisticación que se ha construido nuestra época. Hemos sido cautivados por décadas de música pop, que una y otra vez nos habla, de forma dulce y pegajosa, de pérdida y desamor. En una novela de Nick Hornby, el protagonista se pregunta si escuchamos pop porque somos desdichados o si, más bien, somos desdichados porque escuchamos pop constantemente.
Es sobre esa historia del drama que a fuerza de impostación se transforma en melodrama que se tejen las ficciones en el trabajo de Diego Piñeros. «La profesionalización del fracaso» es un conjunto de series de videos en los que, como autobiografía idealizada, el artista se construye como loser, echando por el piso su propia imagen mientras busca infructuosamente, como ocurre en el universo de la música pop, el amor y la belleza. De eso se ocupan, como parte del capítulo «el amor en el campo expandido» los videos de «Rescue me» y «Please, Please, Please.»
Espiando chicas con la cámara o poniéndose como personaje de videoclips de soul, Piñeros intenta reivindicar su condición de fracasado profesional, de enamorado perdido, de autor ignorado. Nos muestra una y otra vez su fealdad y la constante incapacidad de hacerse apto en un mundo lleno de belleza ajena. Nos empalaga con su tristeza, tamizada una y otra vez por las canciones de Juan Gabriel o de los Rolling Stones y, sin embargo, su pérdida resulta irrisoria, trivial, inofensiva. Porque está desprovista de esa certeza que ostenta un poema de Artaud o un cuadro de Kandinsky. Porque no hay en su drama orejas cortadas, ni pobrezas ejemplares, ni habitaciones oscuras llenas de yonquis sino más bien escenarios anodinos, entreactos cómicos y situaciones extraídas de nuestras vidas de clase media. Lo suyo es la confusión, la nimiedad, el instante en el que ya nada más debe ser dicho porque entendemos que se trata de una representación, por cierto llena de guiños y destellos, en la que somos cobijados con la complicidad del encubrimiento, frente a la que sólo queda la sonrisa de quien comparte en silencio las mentiras del otro porque las sabe propias.
La historia del arte está llena de destinos trágicos: artistas que son ignorados, menospreciados, humillados y silenciados para, al final, ser reconocidos, reivindicados y emplazados en el centro de un sistema cultural constituido. La tragedia ha alimentado los bolsillos de herederos e instituciones de índoles diversas, y de quienes han aprendido bajo el peso de la idiosincrasia nacional que perder es ganar un poco.
Las vidas de algunos artistas son un despliegue de heroísmo digno de una tragedia griega, y sobre ellas se ha tejido un mito permanentemente abusado: el de plantear ecuaciones simples en las que el dolor se ha de transformar en redención, fama y utilidades. Como si la capacidad de padecimiento diera testimonio de una vida espiritual rica que aflora e impregna las obras. Es la lógica cristiana de la resurrección y la transubstanciación la que pone sobre la mesa el cuerpo y la sangre de Cristo que nos han de redimir.
De Van Gogh a Marvin Gaye, o de Artaud a Erik Satie, la multiplicación de la tristeza nos ha señalado un camino encantador: aspiramos a vivir como Kerouac y a morir como Kurt Cobain. Buscamos el fracaso como único camino hacia una existencia exitosa. Porque declararse perdido, al cabo del tiempo, ha resultado chic y sofisticado, y es sobre esa sofisticación que se ha construido nuestra época. Hemos sido cautivados por décadas de música pop, que una y otra vez nos habla, de forma dulce y pegajosa, de pérdida y desamor. En una novela de Nick Hornby, el protagonista se pregunta si escuchamos pop porque somos desdichados o si, más bien, somos desdichados porque escuchamos pop constantemente.
Es sobre esa historia del drama que a fuerza de impostación se transforma en melodrama que se tejen las ficciones en el trabajo de Diego Piñeros. «La profesionalización del fracaso» es un conjunto de series de videos en los que, como autobiografía idealizada, el artista se construye como loser, echando por el piso su propia imagen mientras busca infructuosamente, como ocurre en el universo de la música pop, el amor y la belleza. De eso se ocupan, como parte del capítulo «el amor en el campo expandido» los videos de «Rescue me» y «Please, Please, Please.»
Espiando chicas con la cámara o poniéndose como personaje de videoclips de soul, Piñeros intenta reivindicar su condición de fracasado profesional, de enamorado perdido, de autor ignorado. Nos muestra una y otra vez su fealdad y la constante incapacidad de hacerse apto en un mundo lleno de belleza ajena. Nos empalaga con su tristeza, tamizada una y otra vez por las canciones de Juan Gabriel o de los Rolling Stones y, sin embargo, su pérdida resulta irrisoria, trivial, inofensiva. Porque está desprovista de esa certeza que ostenta un poema de Artaud o un cuadro de Kandinsky. Porque no hay en su drama orejas cortadas, ni pobrezas ejemplares, ni habitaciones oscuras llenas de yonquis sino más bien escenarios anodinos, entreactos cómicos y situaciones extraídas de nuestras vidas de clase media. Lo suyo es la confusión, la nimiedad, el instante en el que ya nada más debe ser dicho porque entendemos que se trata de una representación, por cierto llena de guiños y destellos, en la que somos cobijados con la complicidad del encubrimiento, frente a la que sólo queda la sonrisa de quien comparte en silencio las mentiras del otro porque las sabe propias.
viernes 4 de mayo, 2007
El Bodegón (arte contemporáneo - vida social)
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