viernes, 21 de septiembre de 2007

Mateo Cohen «De esta manera, no afirmamos ni lo uno ni lo otro», 21 de septiembre, 2007



Borraduras

El palimpsesto se entiende a menudo como una práctica destructora mediante la cual, generalmente ante la escasez de una superficie adecuada a la escritura, se decide grabar una nueva inscripción sobre algo ya escrito. Así, más que escribir o reescribir, se trata de borrar, tachar, anular y deshacer. Y sin embargo, borrando o sobreimprimiendo esta idea, tendríamos que aceptar que toda forma de escritura, y con ella la posibilidad de cualquier acto de inscripción, constituyen ya un palimpsesto o se hacen en el trance de la borradura. Porque es así, y sólo como un ejemplo entre otros muchos, que la pintura ha construido su historia: transformándose en una institución cuyo flujo se da en la pretensión de borrar, superar o acallar un ruido que viene del pasado. Y de nuevo y nuevamente así.

Pero, más allá, ¿qué ocurre con la pintura, una práctica supuestamente positiva, es decir constituida a partir de un juego de adiciones, cuando adentro mismo de su ejercicio se pretende la anulación de aquello que intenta ser consignado? ¿Qué queda de una pintura que sólo busca su permanente desaparición? ¿Qué ha de ser del pintor cuando sólo se propone con voluntad férrea la supresión de aquello que está continuamente haciendo?

¿Estamos hablando aquí, como se ha hecho durante tanto tiempo, de una huella más de la “Muerte de la pintura” (de una huella sin huella, para ser justos con la perfección de toda vocación criminal)? ¿Sería este pintor ocupado en la supresión de sus gestos una especie de asesino? Pero entonces, si esto fuera de ese modo, ¿qué sentido tendría seguir tras la muerte del cuadro el ejercicio de esta especie de carnicería inerte? ¿Qué obsesión enfermiza haría del pintor de nuestro relato un borrador sin tiempo ni obra, un usurpador de cadáveres o un médico forense? ¿Bajo qué imagen construiría el fetiche que daría vida a su práctica si eso que está siendo fetichizado es la desaparición misma del objeto?

Y entonces, deberíamos volver y considerar si tras este proceso de destrucción sin fin ejecutado por nuestro pintor hay algo distinto a una entrega constante en manos de la muerte. Porque al ver el tiempo por él invertido en el ejercicio de supresión que lo ocupa, debemos aceptar que allí no hay más que tiempo, y en tanto tiempo, continuidad y persistencia, nos vemos obligados a reconocer que bajo la aparente perpetuación de la muerte sólo se constituye un ejercicio de resistencia que, sobra decirlo, es aquello que define a lo vivo.

A la pintura como una práctica viva y no como ese fetiche callado que, a partir de sus acabados se ha visto acabada.

Mateo Cohen destruye, deshace, borra. Y se borra para redefinirse y renombrarse; para construir la historia de su propia otredad, por contradictorio que suene. Sus cuadros (tanto como su nombre, ese nombre que, para ser Franco, le pertenece tan poco como el que ostentaba antes), sus cuadros, decía, sus cuadros nunca acabados no son ya sus obras sino sus cómplices, socios e interlocutores: materia de buena gana anulada o transformada en algo que le es ajeno y que por eso mismo, se niega a ser enmarcada, definida, clausurada. Más que una forma irónica de la desaparición es la alegoría del arrepentimiento que siempre nos pone sobre aviso de la necesidad de volver, revolver y revolcar; de sacar de casillas a eso que sólo busca acomodarse a la comodidad de un marco.

Porque, como toda práctica histórica, la pintura debe, más que preocuparse por la actualidad de sus resultados, ser indagada sobre la memoria de su pasado y las formas en marcha de unos fantasmas presentes pero siempre esquivados a fuerza de no dejarse morir.

viernes 21 de septiembre, 2007
El Bodegón (arte contemporáneo - vida social)



No hay comentarios: